domingo, 26 de enero de 2020

La ciudad, vencida por el campo

La ciudad, ¿qué decir de ella? La mayoría vivimos en ellas, nos acogen y nos aportan una seguridad y unos medios que no podemos encontrar en zonas rurales, dígase el campo, un lugar del que parece que nos hemos ido olvidando. Pero ojo, no nos olvidemos, que "Teruel existe" y no es como el meme de Vanpiro esiten; que no, que son de verdad. No debemos olvidarnos de ellos.


Ahora bien, ¿a qué viene la entrada de blog de hoy? Me encanta que me hagáis este tipo de preguntas, clionautas. Pues bien, no siempre fue así. No siempre el ser humano vivió en las ciudades. Esta entrada de blog la debemos ubicar en los primeros siglos de la Alta Edad Media, donde se llevó a cabo un proceso de abandono de las ciudades que no se recuperarían hasta prácticamente el siglo XII. Adentrémonos, pues, en el declive del mundo tardo-romano en la Europa occidental.


El declive urbano

La sensación del declive del mundo todavía era más penetrante ante la visión del destino de las ciudades. Las más célebres habían quedado reducidas a aldeas y murallas, mientras que sus piedras se usaban para construir casas, iglesias y monasterios. Roma era un conjunto de hogares dentro del gran recinto amurallado de Marco Aurelio: 18 km que albergaban 20.000 habitantes, quizás menos. En Arles, los hombres se habían atrincherado en el anfiteatro, que podía defenderse mejor que el círculo de murallas. San Ambrosio, hacia finales del siglo IV d.C., mientras se dirigía a Milán, quedó impresionado por todos aquellos centros urbanos tan numerosos pero tan insustancialmente desolados, hasta el punto que los denominó “cadáveres de ciudades”. Las termas de Arles se tomaron por el palacio del emperador Constantino, mientras que de las de Cimiez (Niza) decían que habían sido un templo de Apolo. Llevaban un descontrol con la cultura predecesora que no era ni normal.

Anfiteatro de Arlés siendo utilizado como fortaleza en el siglo VIII d.C.

Los asentamientos humanos se habían deteriorado y el aspecto de las ciudades y los pueblos habían cambiado. Las grandes casas de piedra construidas en distintos niveles, y que conferían cierta personalidad a las ciudades, desaparecen poco a poco. De este modo, la madera como material de construcción va ganando terreno a la piedra, tanto en los edificios privados como en los públicos. Seguramente las costumbres de los pueblos germánicos contribuirían a su difusión. Pero la cultura de los francos, godos o lombardos no había sido suficiente para el éxito de la madera si no hubieran intervenido otros fenómenos, especialmente el cambio profundo que fue experimentando el estilo de vida; se acentuó la tendencia a la vida sedentaria, a vivir en casa y, a ser posible, a pasar tiempo en la ciudad. También es verdad que la guerra, con los incendios y la destrucción que desataban, obligaban a reconstruir a menudo los edificios, y -claro- era más fácil reconstruir en madera que usar piedra.

El éxodo de muchos patricios romanos de la ciudad al campo los había hecho acostumbrarse a vivir al aire libre, a sentir cada vez menos la necesidad de una residencia grande y cómoda, dotada de canalizaciones de agua y baños y servicios de todo tipo; comodidades que la piedra garantizaba mejor que la madera. El estilo de vida estaba cambiando, impulsando a los hombres a salir de los centros urbanos, de este modo las ciudades se desvanecían como a nucleos administrativos y lugares de mercado, de intercambios y encuentros. Estas tendían progresivamente a la autonomía política y económica, al aislamiento, y de esta manera erosionaban la ya débil autoridad central.

Un destino similar registró la evolución del comercio, en particular el de largas distancias. Es verdad que los negotiatiores lombardos y venecianos continuaban mercadeando con Bizancio, llevando especias y tejidos de seda de Oriente, y también que las ciudades de Provenza y Septimania (desde Marsella a Narbona) exhibían productos provenientes del Oriente musulmán. Sin lugar a duda, en todas las casas, imperaba la preocupación de asegurarse el consumo a partir de recursos propios. Pero esta voluntad no impedía la circulación de riquezas y servicios. Se trata, cabe remarcar, de intercambios y no de comercio. De esta manera, pues, el comercio mediterráneo estaba claramente en retroceso.

"¿Hasta que punto la moneda regulaba estos intercambios cotidianos?", os estaréis preguntando. Los reinos germánicos continuaron acuñando moneda, pero se trataba más bien de un vestigio de las estructuras romanas, un préstamo cultural. La moneda era un monopolio del estado, porque se entiende que la emisión de moneda es signo de autoridad y soberanía. Los monarcas germánicos respetaron al principio el monopolio imperial: emitieron solo monedas de plata y cobre, pero no de oro, que las continuaba acuñando el emperador de Constantinopla (siempre que se hable de emperador en este período, la única figura con esa autoridad va a ser el emperador del Imperio Romano de Oriente; no hay otro con su autoridad). Pero, desde finales del siglo VI d.C., también ponen en circulación monedas de oro, aunque con finalidades políticas más que económicas.

Sólido bizantino de oro de Juliano el Apóstata (siglo IV d.C.)


Por otro lado, mientras los visigodos y lombardos se esforzaban por el monopolio del estado, los merovingios abandonaron pronto la vigilancia de su acuñación. La moneda se fue envileciendo, se degradó, y la de oro se hizo cada vez más rara. La moneda de oro era el triens o tremisis (un tercio de un solidus de oro), que pesaba 1,3 gramos, mientras que la de plata era el denarius, que pesaba lo mismo, aunque valía 1/40 parte de un solidus. La equivalencia entre el oro y la plata era de 1/12: una moneda de oro equivalía a 12 denarius de plata. En la desaparición gradual de la moneda de oro no influyó la falta de material, ya que seguían explotándose las minas de la Península Ibérica y Aquitania, sino la escasa funcionalidad económica, en tanto como ya no servían para las pequeñas operaciones.


Tremís de Liutprando (s.VIII d.C.)

Con todo, la ciudad resistía bajo el espíritu de la tradición, de la cultura antigua, mientras que el número de habitantes disminuía y con el también su campo de acción. Así, a lo largo del siglo VI, nacieron o fueron restauradas pocas ciudades, en formas y estructuras distintas. Los reyes bárbaros no sentían aprecio por las ciudades, pero construían palacios para cuando tuvieran que residir; los monjes levantaron iglesias y pocos comerciantes dieron vida a los suburbios donde tenían lugar lánguidos mercados.

Un caso a parte es el de Marsella. Debido a su favorable posición geográfica, y también unas circunstancias políticas particulares, registraban ya a principios del siglo VI un incremento notable del tráfico comercial. Al mismo tiempo, el gran potencial de su puerto se había sido bien aprovechado, de manera que Marsella podía suplantar económicamente a Narbona, reafirmándose como el emporio comercial más importante de la costa provenzal. Las naves descargaban con frecuencia sobre los muelles del puerto: vinos italianos o orientales adquiridos en Palestina, aceite, comino, pimienta y muchas otras especias, además de dátiles, lino y algodón, vidrio y papiro empleado con abundancia por la corte merovingia. Se trataba normalmente de mercaderes hebreos y siriacos los que asumían, con las consecuentes ventajas económicas, el peso de la distribución por toda la Galia hasta el Norte de Europa, ya que no faltaban mercaderes indígenas y, entre ellos, elementos del clero, que trataban de redondear sus magros beneficios prestando dineros a usura o dedicándose directamente al comercio, como denuncian reiteradas prohibiciones conciliares.

El papel de Marsella fue considerable. Otra ciudad importante fue Borgoña, situada en la ruta que unía Provenza con Frisia; a la vez es probable poner en relación el desarrollo del puerto de Rouen y el de Nantes en el Atlántico, de Quentovic y Duurstede en el Mar del Norte, con el empuje de Marsella. Por contra, el hecho de haber privilegiado una vía comercial a través del Saona y el Mosa para conectar Marsella con el Mar del Norte, acabó por aislar Reims y provocar una crisis de las estructuras productivas de las ciudades que durarán al menos todo el siglo VIII. La gestión fiscal de este flujo económico benefició las arcas de los reyes merovingios, efectuada a través de los telenoraii, encargados de recoger el impuesto que gravaba los productos (telenoeum), y el cellarium fisci, que controlaba el depósito anexo al puerto donde se guardaban las mercancías.

De esta modo, cambiaron de rostro muchas ciudades de la Europa septentrional. El paisaje entero adquirió un severo y visible aspecto militar que no había tenido nunca. Junto a las ruinas surgían fortalezas. Había ciudades, hasta incluso de las más antiguas, que asumieron el nombre de fortaleza, con toda la gama de términos que se empleaban para identificarlas mejor: castrum, oppidum, castellum, arx, etc.

En Occidente, los reyes bárbaros no pudieron evitar que las ciudades supervivientes fueran el centro de poder y de coordinación territorial. No obstante, prefirieron vivir en en las zonas del campo, donde erigieron ciudades-fortaleza de grandes dimensiones, que se convirtieron en nuevas ciudades protegidas por zonas intransitables de montaña, dominadas por torres y rodeadas de montañas.

En el año 551 d.C., Toledo se convirtió en capital de la Hispania visigoda. Leovigildo, en la segunda mitad del siglo VI, mandó edificar la famosa catedral dedicada a la Virgen María y la Iglesia de los apóstoles Pedro y Pablo.

En los centros de Italia, Hispania, la Galia meridional y Renania la vida municipal continuó, en contadas ocasiones, hasta el siglo VIII, y permitió, aunque muy debilitado, el funcionamiento de los organismos urbanos.

¿Qué nos dicen las fuentes?

Para ilustrar la pervivencia de la ciudad, a pesar del claro retroceso que estaban sufriendo los espacios urbanos, tenemos un documento en latín vulgar de época de Liutprando, rey de los lombardos del año 725 d.C. donde se relata la venta de un esclavo en Milán:
"Regnante domino nostro viro excellentissimo Liutprando rege, anno tertiodecimo sub diae octabo idus idus iunii, indictione octaba, feliciter, scripsi ego, Faustinus, notarius regiae potestatis, hoc dogomentum vinditionis, rogatus ab Ermedruda, honesta femina, filia Laurentio, una cum consenso et volontate ipsius genitori suo, et vinditrice, quique fatetur se accepisse, secuti et in presenti accepit, ad Totone, viro clarissimo, auri solidus duodecim nobus, finito pretio pro puero nomine Satrelano, sive quo alio nomine nuncupatur, natzionem Gallia. Et professa est quod ei paterna successione advenessit, quem ab hoc diae promettit una cum suprascripto genitore suo ab unumquemquem hominem ipso puero emptori suo defensare. Et si pulsatus aut aevectus fuerit et nemine ab omnem hominem defendere potuerint, doblus solidus emptori suo restituant, rem vero meliorata. Actum Mediolani, sub diae, regno et indictione suprascripta octaba, feliciter.
   Signum manus Ermedrudae, honeste feminae, vinditrici, qui professa est quod bona volontate sua suprascripto puero franco cum volontate genitori suo vendedessit, et hanc vinditionem fieri rogavit.
     Signum manus Laurentio, viri honesti, genitori ipseieus, consentienti in hanc vinditione.
     Signum manus Theotperto, viri honesti, litigatio, filii quondam Iohannaci, parenti ipseius vinditrici, in cuius presentia se nullas violentias patire clamavit consentienties.
      Signum manus Ratchis, viri honesti, franco, testis.
Antonius, vir devotus, huic cartole vinditiones, rogaatus ad Ermendruda, honesta femina, et a genetore, eius consentiente, testis suscripsi.
Ego, Faustinus, qui supra scriptor huius vinditionis post traditam et dedi."1 
(1: Historiae patriae monumenta edita iussu regis Caroli Alberti. Tomus XIII. Codex diplomaticus Langobardiae") 

Encontramos al comienzo, además de la referencia al "excelentísimo rey Liutprando" (712-744 d.C.), una mención a un tal Faustinus, que resulta ser un notario con potestad real, lo que demuestra pervivencia de la ciudad delante del retroceso de la misma. Pero, además, resulta curiosa esta venta de un esclavo por el hecho de que encontramos a una mujer, Ermedruda, en un documento privado y con capacidad fiscal, aunque siempre bajo la limitación de su progenitor; es la que vende el esclavo con el consenso de su padre Laurentio. Se trataba de un niño de nombre Satrelano, que le fue entregado a Ermedruda por herencia paterna ("paterna successione"), el cual se compromete a defenderlo y en caso de que le sucediera algún mal debería pagarle el doble de solidus para rescindir la deuda. Este documento data en concreto del 6 de julio de 725 d.C., coincidiendo también con el año en el que Liutprando mandó construir una adecuada sepultura al filósofo Boecio en la Basílica de San Pietro in Ciel d'Oro, donde también se encuentran los restos de San Agustín.

Basílica de San Pietro in Ciel d'Oro (Pavía, Italia)

Tumba de San Agustín

Tumba de Severino Boecio


Reflexión final

Me gustaría llamar un poco a la reflexión colectiva. ¿Fue vencida la ciudad por el mundo rural o es este un clickbait? ¿Créeis verdaderamente que simplemente supuso el declive de la vida urbana y se encontró un nuevo equilibrio en la relación campo-ciudad o ciudad-campo? Para qué daros yo unas respuestas, si lo que busco es romper moldes. Contadme pues, ¿cuáles son las conclusiones que habéis sacado con la lectura de esta entrada de blog?

Un saludo, Clionautas.
Fdd. Remus Okami

sábado, 25 de enero de 2020

COSROES I, UN HOMBRE DE ESTADO

El auge de un león dorado




Los sasánidas pueden considerarse parte de la larga lista de imperios olvidados por la historia  de manera injusta. El origen de los sasánidas no es muy conocido salvo por el relato que nos cuenta que los reyes descendían de Sasán, sacerdote de la diosa de la luna Anahita en Persia y de que uno de sus descendientes, Arthasir I, derrotaría a los partos para proclamarse el Rey de Reyes, para formar un segundo Imperio Persa siglos después de la caída de los aqueménidas por Alejandro Magno.
 El Imperio Sasánida sienta sus bases en la reconstrucción iconográfica del Imperio Persa Aqueménida de Dario I o Jerjes I, recuperando parte de las tradiciones sobre relatos mitológicos que se crean en un ambiente de restauración.

Pero no hemos venido aquí para hablar de su origen, sino de uno de sus mayores protagonistas, un hombre de estado, reformista, y de un genio militar y político que no se había visto durante generaciones, logrando proezas dignas de los más grandes emperadores y reyes de la historia. Hemos venido a conocer al Cosroes I Anusirwan, “alma inmortal”, pero no su persona militar, sino el administrador que fraguó un estado que renacería de sus cenizas.

El orden contra el caos


Durante este contexto, Persia vivía en el caos, había pasado ya un siglo de la caída del Imperio Romano de Occidente, y romanos y persas, aún estaban luchando por la supremacía mundial. Sin embargo, los romanos sufrieron las invasiones bárbaras del mismo modo que los persas, ya que éstos últimos tuvieron que lidiar con dos problemas de elevada magnitud.

El primero de ellos respondía a un problema social, en el que los estamentos persas se estaban viniendo abajo por el auge de un grupo revolucionario conocido como los “mazdaquitas”, que responden a una serie de principios radicales como la comunidad de bienes y mujeres, que rompían las bases del sistema de castas que imperaba en Persia desde generaciones. Khavad I (449-531) reinó un imperio agotado y fragmentado, herido de gravedad, tanto que para asegurar su posición en el trono, tuvo que ayudarse de los revolucionarios mazdaquitas, y los hunos eftalitas, que habían ocupado la mitad oriental del Imperio, cortando el acceso a la ruta de la seda. La gran nobleza fue dejada de lado, mientras era perseguida por estos revolucionarios, que destrozaban sus palacios y se cobraban su precio en vidas, dejando a Persia en un estado de anarquismo.


"Este mural representa la eterna lucha entre el bien y el mal, Ahura Mazda (la especie de carnero de la izquierda) luchando contra Ahriman (la figura con forma de demonio de la derecha). El orden contra el caos."


El pensamiento persa se basaba en un dualismo, una contraposición de fuerzas en constante enfrentamiento, el orden y el caos, Ahura Mazda, el creador no creado, el dios exaltado de Zoroastro, representante del orden en el cosmos, enfrentado a su alma gemela, su contraposición, el mal del ser humano encarnado, Ahriman, el caos. La monarquía a su vez representaba esta composición de dualismo proveniente del zoroastrismo, el rey reinando sobre las bestias, poniendo orden sobre el caos. En la monarquía durante el periodo de Khavad I, podríamos hacernos una idea del impacto que suponía ver un rey incapaz de imponer el orden en su imperio, además de aliarse con un grupo revolucionario que estaba provocando la anarquía en el país y rompiendo con los esquemas sociales del mismo.

Cosroes I se crio en este periodo, no conocemos parte de su historia como príncipe, pero podemos intuir que fue una persona muy presente en la política de palacio. Supo sobrevivir a todo tipo de conspiraciones, buscó aliados allí donde pudo, y se abrió camino para su ascensión en el trono. Cosroes I debió ser una mente maquiavélica, conocemos que fue asesor de su propio padre en el trono. Llegó a convencer a su propio padre que dejara de lado a su mayor apoyo, los mazdaquitas, por lo que cuando su padre murió, nadie pudo impedir que Cosroes I ascendiera gracias a sus nuevos aliados, la nobleza tradicional.


"Moneda del siglo VI con la efigie del Shahansa Cosroes I"

 Su primera medida como rey, fue la total persecución y exterminio del mazdaquismo, en una brutal matanza. Así se ganó el apoyo del alto clero zoroastrista, y de la nobleza, obligando a los campesinos a devolver las tierras que habían ocupado en la revolución. Reconstruyó parte de los palacios y templos que habían sido destruidos, obligando a los mazdaquitas a pagar una dote aquellos nobles a los que habían raptado a sus hijas, y que los hijos ilegítimos de aquellas mujeres que fueron engendrados fueran legitimados para que no sufrieran daño alguno. Persia volvía una vez más al sistema de castas del cual se regía durante siglos: Nobles o guerreros; sacerdotes o magos; funcionarios y campesinos; comerciantes o artesanos.
 La revolución de los mazdaquitas dejó un gran número de huérfanos entre la nobleza, llevados a la corte del rey para ser educados y protegidos, asegurándose así una futura generación de nobles leales y fieles al completo servicio del shahansa. Cosroes I llegó a firmar una paz perpetua con Justiniano I el 532, justo cuando el emperador cerraba la Escuela de Atenas abierta por Platón en la antigüedad el 387, con una huida masiva de filósofos paganos que el rey persa, permitió darles cobijo en su corte.

La reforma fiscal


Con el orden social reestablecido, el rey se aseguraba cierta estabilidad y una nobleza agradecida para poner en marcha una serie de reformas fiscales, administrativas y militares, en un camino de centralizar el poder que tanto necesitaba el Imperio. Yendo por partes, analizaremos la reforma fiscal.
El Imperio Sasánida contaba con un sistema de burocracia compuesto por funcionarios, los cuales, viajaban por los campos en el momento de recogida de la cosecha para tasarla según su producción. Hasta ese momento, el pago se hacía en especie, y se pagaba dependiendo de la cantidad que había.
Los campesinos fueron la parte desfavorable de este sistema de tasación, ya que muchos funcionarios no hacían bien su trabajo, retrasándose o mintiendo en los informes para pagar menos, incluso algunos tardaban meses para cuando las cosechas comenzaban a pudrirse y quedaba desperdiciada. Por parte del Estado, suponía un absurdo gasto, que había que hacer frente para reclutar a miles de funcionarios que tenían que repartirse por todo el gigantesco territorio.

Cosroes I impulsó un catastro adelantado a su tiempo, un ambicioso proyecto que información del tamaño de propiedades agrícolas, residencias, pueblos, etc. Con todo esto, se hizo un cálculo para elaborar un nuevo impuesto en el que se hacía en tres plazos anuales, en moneda de plata y no de especie, que dependía del nivel de riqueza de la familia. Para los campesinos y artesanos esto supuso una gran ventaja, ya que así tendrían con lo que demostrar su capacidad adquisitiva para pagar el impuesto sin sufrir abuso alguno. Con el éxito de la reforma fiscal, el rey por fin contaba con nuevas fuentes de ingresos que llenarían las arcas reales, coincidiendo con la recuperación de la parte oriental del Imperio con la destrucción del Imperio Huno en el 563, se pudo invertir en obras hidráulicas, la fundación de nuevos asentamientos en zonas agrícolas… logrando así dinero para sus proyectos de reforma militar y administrativa que tanto ansiaba.

La reforma militar, un ejército de seda y acero.


"Anexiones militares de Cosroes I, desde territorios romanos de Siria (Dara) y la anexión de Armenia, desde estados vasallos como los árabes lakhamíes, la actual Yemen, o el este llegando hasta el río Indo"

Concluido el punto de la reforma fiscal, demos paso a las reformas militares que permitieron las conquistas militares de Cosroes I. Persia dependía militarmente de las seis grandes familias de origen parto: Guiw, Karen, Suren, Rayi, Ispabudan y Muhran, del mismo modo que los azadan, los “hombres libres” que formaban el grueso de la caballería persa, pequeña nobleza con la categoría de “caballeros”. Eran los descendientes de los maryianni, los antiguos arios iraníes que habían sobrevivido durante milenios.

El rey contaba con su propio ejército, protagonizado por los zayedan o “inmortales”, de número 10.000, basados en la antigua guardia aqueménida, se sumaban a ellos otros 10.000, los pushtigban, la guardia del rey, junto a 1000 caballeros personales. Y un ejército completo de arqueros reales, los gunds, que tan solo con 4.000 arqueros destrozaron un ejército romano de 30.000 en la batalla de Anglón.


"Recreación aproximada de un jinete de caballería pesada persa. Los nobles persas entrenaban a una edad muy temprana el arte de la guerra, y era una tradición que aprendiesen el uso del arco desde que eran muy pequeños.

 Desde siempre, las tropas regulares persas estaban mal equipadas, levas de campesinos, gentes que tenían que abandonar su tierra y llevarse lo que tuviesen más a mano a la guerra. Cosroes I era consciente de este punto, por lo que lo compensaría con lo siguiente: los deqhans, jefes de aldeas o campesinos ricos que podían costeare equipo ligero, pero no podían permitirse un caballo y mucho menos una buena armadura clibanarii persa. Por primera vez, un rey persa se aseguraría de pagar el equipo a los deqhans, costearles monturas, y hacer un sueldo para aquellos que se enrolaran en su ejército. Esto supuso un aumento de caballería, siendo la más numerosa del mundo, 80.000 aproximadamente. Los deqhans se elevaron a un nivel de prestigio, volcado en su nuevo estilo de vida dedicado a vivir por la guerra, sobreviviendo como grupo social incluso formando parte de los ejércitos del islam.

La siguiente medida estrella fue la instalación de tropas fronterizas, quizás basado en parte del limes romano. Se trataba de pueblos extranjeros o montañosos los cuales destacaron los tchole, abagsianos y akatzires, descendientes de los alanos y tribus de las estepas, logrando un doble objetivo, hacer que estos pueblos belicosos dejaran de atacar la frontera dejando establecerse en tierras fértiles de su Imperio con el fin de que la defendieran. Se conoce la existencia de un gigantesco muro que mandó construir el shahansa, comparable al Muro de Adriano cerca del Mar Caspio y actualmente desaparecido.



Otro gran paso fue el crear una infantería de línea capaz de hacer frente a las mejores tropas romanas. En este paso Cosroes I, contactó con una tribu belicosa, los dailamitas, que eran característicos por la llamada “Pluma de Varanga”, que llevaban en sus cascos. Su equipo tenía una variedad de cotas de malla, yelmos, escudos, cortas lanzas, con espadas rectas y decoradas, pero eran sus famosas hachas de guerra las que dominaran el combate cuerpo a cuerpo. Valientes, disciplinados, una fuerza de choque capaz de combatir a campo abierto, y hacer una guerra de guerrillas, típica de sus tradicionales tácticas aprendidas como tribu de montaña. El rey de reyes costeó todo su equipo, y forjo una infantería sin rival alguno, ni si quiera para los soldados pesados romanos.
Una vez con un ejército totalmente nuevo y modernizado, había que resolver el problema de la acumulación de poder de la estructura de mando:

En el Eranshar, los persas contaban con un comandante, el spahbad, comandante del ejército sería su traducción literal. El peligro de un único mando molestaba a Cosroes I, por lo que dividió su Imperio en cuatro distritos militares, los llamados padghos: el de Abhakhtar (el norte), Khavarasan (este), Nemroz (sur) y Khvarvaran (oeste). Cada distrito tenía su propio spahbad, que no podía moverse de su lugar si el propio rey no le diera permiso. Esto permitía repartir fuerzas, (que no estaban compensadas ya que esto dependía de lo conflictiva que era su región), y otorgarles una verdadera movilidad que permitiese marchar hacia un lugar allí donde se necesitara. El ejército se dividió a su vez en cuatro divisiones con asentamientos militares incluidos, que estaban habitados por soldados-campesinos que complementaban su actividad militar con la actividad rural. Se hizo lo mismo con subdivisiones dentro de la organización, con la jerarquía correspondiente: spahbad, marzban, framandar.


"Diferenciación de izquierda a derecha de: caballería ligera, caballería pesada y clibanarii persa (caballería muy pesada)".

Un legado para oriente.

Esta reforma curiosamente, es parecida a la futura reforma de la thematica, que se implementaría en el Imperio Bizantino más tarde, lo que sugeriría que se basaron en la de Cosroes I, del mismo modo que hicieron los Omeyas tras organizar el Imperio Islámico. En pocas ocasiones que ocurren en la historia, un Imperio tan grande hubiera aceptado estas reformas tan fácilmente. Es necesario por esto entender la perspectiva organizativa del Imperio para lo que estaba por venir, las conquistas del este que seguirían hasta el Indo, o las campañas de Arabia y Yemen, y el enfrentamiento contra el Imperio de Justiniano, al que arrebataría el control de Armenia y parte de Siria, que daría para otro artículo en sí.


BIBLIOGRAFÍA:

-          SOTO CHICA, J,. “Los efectivos del último ejército sasánida”
-       SOTO CHICA, J,. “Imperios y Bárbaros, La guerra en la edad oscura”, Desperta Ferro Ediciones,   Madrid, 2019.
 RUBIN, Z., “The Reforms of Khusro Anushirwan”, vol III, p 227.
-          YARSHATER, E., “The Seleucid, Parthian and Sassanid Periods”, vol III, p 153-154

sábado, 18 de enero de 2020

Iberia a través de Estrabón


Estrabón nació en Amaseia, ciudad del Póntos -región de Asia Menor situada sobre el antiguo Póntos Eúxeinos o actual Mar Negro-, hacia el año 63 a.C. Pertenecía a una distinguida familia griega oriunda de la isla de Creta. En su juventud asistió a las lecciones que daba en Núsa el gramático Aristódemos no lejos de Éfeso. Así pues, Estrabón en sus escritos se alinea dentro de la corriente estoica, con Polýbios y Poseidónios.


Estrabón según un grabado del siglo XVI

La fecha de su presencia en Roma cae al parecer poco después de la Guerra Civil entre Octavio y sus enemigos políticos (Marco Antonio y Lépido), hacia el año 29 a.C. Se sospecha, sin embargo, que no fue ésta la vez primera que Estrabón estuvo en Roma y que pudo ya haberla visitado con anterioridad. Al poco tiempo, abandona la capital del Tíber, uniéndose al séquito de Aelius Gallus, al que Augusto había puesto al mando de la expedición contra los árabes. En esta ocasión, visita Egipto desde Alexándreia hasta Phílai, la isla sagrada situada junto a la "catarata menor", cerca de Syéne, en los límites entre el alto Egipto y Etiopía.

Tras una larga estancia en Alexándreia se volvió a Roma hacia el año 20 a.C. A partir de este momento, se desconocen casi en su totalidad los demás viajes hechos desde la Ciudad Eterna, y de los cuales el mismo Estrabón nos da algunos indicios tan valiosos como lacónicos. En efecto, por él sabemos que recorrió gran parte del mundo entonces conocido, habiéndolo cruzado desde Cerdeña hasta Armenia (de Oeste a Este) y desde el Mar Negro hasta los límites de Etiopía (de Norte a Sur).

Su vida se prolonga no sólo durante todo el reinado de Augusto, sino hasta dentro del de su sucesor Tiberio, llegando incluso hasta la muerte de Juba II de Mauritania, acaecida al parecer hacia el año 23 d.C., aunque este asunto no está aclarado. En general, se supone la fecha de su muerte hacia el 19 d.C., pero no se sabe con total certeza. Por lo tanto, este geografo griego pudo haber llegado a vivir hasta, por lo menos, los 50 años, no sin antes haber viajado más que la mayoría de personas que van a leer esta entrada de blog.

LIBRO III, GEOGRAFIA DE ESTRABÓN

Con respecto al tema que nos atañe, Estrabón realiza una extensa obra tanto historiográfica (Hypomnémata Historiká, dividida en 43 libros) como geográfica (Geographiká, dividida en 17 libros), de la cual nos vamos a centrar en su tercer libro dedicado a la geografía y que dedica a la descripción del paisaje, zonas y gentes que habitan Iberia. Hay que destacar que nunca llegó a viajar a Iberia, pero gracias a él tenemos la primera descripción documentada de estas tierras.

En el primer capítulo, Estrabón empieza hablando sobre a que se ha dedicado a dar unos primeros esbozos de la Tierra y que su intención para este caso es centrarse ahora en Iberia. La imagen que tiene de la Península Ibérica es la que podría tener un extranjero al venir por primera vez[1], en tanto que podría entenderse así para cualquier griego que conociera mediante testimonios la península, como fue su caso. Iberia, según dice, tiene forma de piel y de aquí proviene la tradición de que España se parece a una piel de toro que tanto se ha repetido.

Portada del libro La pell de brau (la piel de toro) de Salvador Espriu

A continuación, realiza una medición de unos 6000 estadios para trazar el recorrido que hay de la zona meridional a la septentrional, lo cual no sería del todo descabellado y se aproximaría bastante a la realidad, siendo bastante aproximado para los métodos de los que disponían. Además, conocían perfectamente la extensión de la cordillera de los Pirineos, o Pyréne, al saber que limitaba con la Keltiké, pero se equivoca al decir que la Pyréne es una montaña que atraviesa de Este a Oeste el Norte de la Península Ibérica, aunque –todo sea dicho- para los métodos cartográficos de la época confundir a la Cordillera Cantábrica con una parte de los Pirineos no es un error garrafal y se le puede perdonar a Estrabón al no haber visitado nunca nuestras tierras.

El cuarto párrafo del primer capítulo lo dedica a describir las zonas más occidentales de la ecúmene (oikouméne, o “tierra habitada”) conocida en ese momento por los griegos. Así como describe al Hierón Akroterión como la zona más occidental de la “oikouméne” europea junto con la extremidad de Libýe.
Reconstrucción del mapa de la ecúmene (o mundo conocido) de Eratóstenes de Cirene (c.220 a.C.)

Así pues, dice que no hay ningún templo dedicado a Heracles en la zona meridional de Iberia recogiendo el testimonio de Artemídoros que a su vez recoge la tradición de Éphoros, la cual para Estrabón es falsa al existir ciertas costumbres y ritos que relacionan a la zona con un culto concreto.

En los epígrafes 6 y 7, Estrabón realiza una seriación de ríos y tribus que viven a la orilla o cercanías de estos entre los que destacan determinadas zonas como la Turdetania y la Bastetania y tribus por los alrededores como los oretanos, los lusitanos y los contestanos.

Los dos epígrafes siguientes son dedicados a dos casos concretos como Menlaría y Menestheús. En primer lugar, Menlaría destaca por su industria de la salazón y una ciudad cuyo puerto embarca hacia Tíngis; dicha ciudad acabó llamándose Iulia Transducta tras la llegada de los romanos al territorio. En segundo lugar, el puerto de Menestheús es donde se encuentra el oráculo de Menestheús y existe una especie de faro conocido como “Kaipíonos Pýrgos”.

En el capítulo segundo, se exponen varios temas. Este capítulo comprende la descripción de las tierras interiores de Andalucía, el curso del Guadalquivir y del Guadiana y las riquezas de esta región, tanto en cultivos y pesca como en minerales; esta última materia le lleva a hablar también de la misma en el resto de España (estaño del Noroeste, y plata de Cartagena, principalmente).

En lo que concierne al tercer capítulo, Estrabón lo dedica a la costa occidental de Ibería, a partir del Hierón Akrotérion, hablando del Tágos (Tajo), del Doúrios (Duero) y demás ríos de la costa atlántica hasta el Mínion (Miño), y describiendo con cierto detenimiento la Lusitania y los lusitanos, así como las tierras de más al interior, sin olvidar los pueblos del Noroeste (ártabros y callaícos), y aun los del resto de la zona Norte o del actual Golfo de Vizcaya hasta los pies de los Pirineos ísthmicos.


Mapa histórico-político de los pueblos prerromanos en la Península Ibérica donde podemos observar las principales tribus y los grupos lingüisticos.

Al comienzo del capítulo 4, Estrabón continua con sus referencias geográficas en griego. Esta vez se va a centrar en trazar una diagonal desde el Sud, tomando como punto de inicio las llamadas Columnas de Heracles (las Stélai) hasta llegar a los Pirineos. Esta costa mide para el geógrafo unos 6.000 stadios=1.110 kilómetros, los cuales se distribuyen así: de Gibraltar (Kálpe) a Cartagena (Karchedón), 407 kilómetros; de Cartagena al Ebro (Íber), otros 407, poco más o menos, y del Ebro a los Trofeos Pompeyanos (Pirineos), 296 kilómetros, lo que suma justamente 1.110 kilómetros.

Además, nombra al pueblo de los edetanoi, que son los que habitaron la zona de las actuales provincias de Alicante, Valencia y Castellón, más o menos. Este pueblo ibero recibía su nombre de la ciudad de Edeta, llamada también Leíria, o Líria (Ptolemaíos), que se correspondería con la actual Liria, cerca de Valencia, cuyas ruinas más antiguas se encuentran en el cerro de San Miguel, en el cual podremos contemplar el conjunto más interesante de la cerámica ibérica.

Desde Kalpe, nos describe la zona como la Bastetania y el país de los oretanos, así como mediante indicaciones nos describe maravillosamente como era Sierra Nevada: "una cordillera cubierta de densos bosques y corpulentos árboles (...) En ella, hay muchos lugares con oro y metales" (III, 4, 2). Destaca en ese recorrido la ciudad costera de Málaka, conocida por ser un emporio comercial especializado en el comercio de salazón, pero dando a entender que pudiera ser la vieja colonia focea de Mainaké, que otros autores anteriores conocían y que él descarta al contrastar esta información: "Málaka está más cerca y presenta planta fenicia" (III, 4, 2).

El párrafo 3 resulta interesante a nivel historiográfico, porque nos remonta a las referencias de otros autores como Poseidónios, Artemídoros y Asklepiádes el Myrleanós (de este último filósofo ni conoceriamos su nombre si no fuera por Estrabón) la fundación de Abdera (actual Adra, en Almería), a pesar de que entremezcla el relato histórico con el mitológico al hablar de Heracles y sus andanzas por estas tierras. 

Más adelante, tenemos una de las primeras referencias históricas al Océano Atlántico, puesto que Estrabón nos nombra el Atlantikon Pélagos. El nombre de Atlántico está relacionado con la leyenda de Hércules, que en su expedición al Jardín de las Hespérides tuvo que vencer antes al gigante Atlas, que habitaba en la región norte de África, donde, según la leyuenda, sostenía sobre sus hombros el Mundo, imagen de la cordillera que por esta misma razón lleva el nombre de Atlas.

Los siguientes párrafos (III, 4, 5-10) hace varias referencias geográficas a algunos enclaves del Noreste peninsular, que son imprescindibles para entender la Guerra Civil que enfrentó a Julio César y Pompeyo entre el 49 y el 45 a.C. Tal es el caso de Kaisaraugosta (Zaragoza), Kelsa (Celsa, de ubicación dudosa), los iakketanoi (de la región de Iakka, actual Jaca), Ilerda (Lérida), Oska (Huesca), Kalagouris (Calahorra) o Pompélon (Pamplona, en honor a Pompeyo, fundada en el 75 a.C.).

Pero lo más interesante llega al final de este capítulo, pues nos describe la economía, sociedad y cultura, en general, de las distintas tribus iberas que habitan los territorios ya nombrados; tenemos a los kerretanoi (que habitarían Cerdeña, pero tendrían estirpe ibérica), los kantabroi (los cántabros), los Bardyétai (los bárdulos que habitaban las provincias de Guipuzcoa y Álava), los Arouákoi (o arévacos, del norte de Soria) o los Lousones (lusones, que que ocupaban la parte norte de la provincia de Guadalajara y sur de la de Soria). A todo esto, Estrabón intercala referencias al asedio de Numancia, historietas de campamento y anécdotas de las Guerras Cántabras, que dotan al relato de originalidad, y hacen que el lector disfrute esta descripción geográfica como si fuera una novela. El último párrafo ya lo dedicará solo a las divisiones administrativas de Hispania.

Finalmente, el capítulo 5 está dedicado íntegro a las islas, comenzando por las del Mediterráneo (las Baleares) y terminando con las del Atlántico (Cádiz, isla entonces, a la que dedica gran parte del capítulo, y las Kassiterides, que incluye en el área peninsular y a las que dedica el último párrafo). 

Las Islas Kassiterídes, o Kattiterídes, son las "islas del estaño" (griego kassíteros=estaño), de localización en extremo problemática ya en la misma Antigüedad. Se identifican por algunos con las islas Oestrymnides, ubicables en la Bretaña francesa. Según otros, se trata de Galicia y de sus islas, donde no sólo se obtenía estaño en abundancia (véase lo que dice el mismo Strábon de su explotación en III, 2, 9), sino que pudo muy bien cargarse en las islas de sus rías (islas Cies, Ons, Salbora, Arosa).

Por otra parte, el haberlas citado Estrabón en el libro dedicado a la Península Ibérica, traduce su concepto, que, aunque vago, le obligaba a preferir el noroeste de España antes que las Galias o Britania, que es donde pudieran haber cabido, de no ser la región de Galicia.

CONCLUSIONES Y DIGRESIONES AL RESPECTO DE ESTRABÓN

De todas las zonas de Iberia, la que le mueve en modo mayor y le provoca una gran simpatía es la meridional, la Baitiké o Tourdetanía, como la llamaban los griegos, y dentro de ella, la ciudad de Gádeira, que así llamaban también a lo que nosotros Cádiz. Aquí Estrabón sigue, según parece, casi al pie de la letra las narraciones de Poseidónios y, en menor grado las de Artemídoros y Polýbios también, tomando de aquél, además de la noticia, el brillo en la descripción, ese mismo brillo al que alude Estrabón al hablar de los párrafos que Poseidónios dedica a las riquezas del suelo ibero, sobre todo a las mineras.

La narración que realiza Estrabón se hace, a lo largo de sus capítulos, en extremo interesante, viva, cordial y entusiasta. De este modo, da la sensación de ser una narración veraz incluso en el análisis del carácter de los distintos pueblos peninsulares, en los que destaca, aparte su espíritu inquieto y guerrero y su afición a la formación de bandas o guerrillas. Además, hace relativamente fácil ver otros aspectos como su fidelidad al compromiso de amistad o sumisión al jefe, su resistencia a la fatiga y su proclividad irresistible a la disgregación, a la atomización, al cantonalismo regional, defecto éste que tanto contribuyó, junto con la lucha en "partidas" o "guerrillas" dispersas, como el mismo Estrabón observa, a que los romanos, y los carthagineses antes, pudieran hacerse dueños de toda la Península, aunque a costa de muchos años y muchas fatigas, como también reconoce el geógrafo.


Meme en honor a todas las humanidades cuando les dicen que el latín y el griego no sirven para nada

Sin embargo, hay distribuidas a lo largo de los cinco capítulos otras tantas digresiones que no tocan en nada o en muy poco el tema de Hispania, y producen en el lector una cierta curiosidad al respecto aunque te sacan un poco del asunto que trata. Hemos de exceptuar de estos juicios, el largo discurso dedicado al fenómeno de las mareas, discurso que le ocupa los párrafos quinto, octavo y noveno (en parte) del capítulo tercero, y que, pese a su interés verdaderamente científico, es evidente que podía haber ido mejor en los dos primeros libros, donde se habla de los fenómenos generales, dejando, por tanto, espacio libre a otras cosas más íntimamente relacionadas con Hispania, las cuales hubiéramos apreciado también.

Las otras cuatro digresiones son igual de curiosas pero puede que un poco más tediosas para el lector general. He aquí los temas: el tamaño del Sol a la hora de su ocaso en el horizonte oceánico (III, I, 5); el carácter fidedigno de los escritos homéricos sobre el lejano Occidente (III, 2, 12 y 13); el sentido de la palabra Stélai (Columnas; que sirve para hacer referencia a las Columnas de Heracles) aplicado a los extremos del mundo conocido o los fines y comienzos de una tierra (III, 5, 5 y 6), y, finalmente, la curiosa pero estéril discusión sobre los pozos gaditanos (III, 5, 7).

En cuanto a la extensa explicación, dedicada a los supuestos viajes a Iberia de ciertos personajes míticos, en la que Estrabón emplea dos largos párrafos del capítulo cuarto (III, 4, 3 y 4), se agradece que nos brinde unos datos curiosos sobre estas extrañas leyendas, que aunque tienen muy poco fondo histórico, son sin duda interesantes; pero hubiésemos preferido, con mucho, que el geógrafo, en lugar de ofrecernos estos bellos cuentos de eruditos y poetas imaginativos, nos hubiese obsequiado con noticias más extensas, e históricas, sobre la colonización griega en Iberia, a la que, salvo el fragmento dedicado a la fundación de Empórion, y alguno más referente a Rhóde o Hemeroskopeíon, no alude para nada, pasando por alto, sin duda, muchas cosas que él debía de saber, pero a las que no prestó atención o no dio importancia.

A modo de conclusión, me gustaría destacar la importancia que tuvo para nuestro autor la gran variedad de fuentes de las que pudo beber su obra, la cual supone una fuente primordial para nosotros los historiadores, tildada en alguna que otra ocasión como la “Biblia” sobre la antigüedad de la Península Ibérica y, sobre la cual, apenas se conocerían pocos datos anteriores a los romanos y cartaginenses si no fuera por el magnífico y muy oportuno afán de los antiguos griegos por documentar todo lo que veían y conocían.



[1] ésta, en su mayor extensión, es poco habitable, pues casi toda se halla cubierta de montes, bosques y llanuras de suelo pobre y desigualmente regado.” (Estrabón III, 1, 2)

domingo, 12 de enero de 2020

Felipe II y su tiempo

Hoy abordaremos cuál fue la impresión que tuvo Manuel Fernández Álvarez sobre el segundo monarca de la familia de los Austria (Augsburgo) en la Monarquía Hispánica. El título ya os lo adelanta, pero no nos referimos a otro que a Felipe II. Para quién no conozcáis al historiador Fernández Álvarez, fue miembro de la Real Academia de la Historia y catedrático de Historia Moderna en la Universidad de Salamanca; un gran preocupado por la divulgación que escribió obras como Pequeña historia de España o España: biografía de una nación, y novelas históricas como El príncipe rebelde o Dies irae. Por eso, y mucho más, hasta su fallecimiento en el año 2010 se le consideró una gran autoridad en el siglo XVI español.

Manuel Fernández Álvarez (1921-2010)

A continuación, analizaremos la imagen, sobre todo a nivel político, que dejó plasmado Fernández Álvarez en su obra Felipe II y su tiempo.

El rey: personalidad y forma de gobierno

El rey Felipe II (1527-1598) sentía que su misión de gobernar había sido encomendada por Dios. Como rey, tenía que cumplir un doble ministerio por Dios y como servidor del pueblo. Su tarea era proteger a este de sus enemigos exteriores y dispensar justicia en el interior, procurando siempre ejercer un gobierno justo preparado por Carlos V; quien había grabado en su hijo su alto sentido del deber. Le escribiría instrucciones de cómo gobernar, seguidas al pie de la letra por Felipe. Sentiría una admiración total por su padre, además de tender a compararse con su padre en todo momento, e intentó vivir con el idealizado modelo del gran emperador, lo que le hizo consciente de sus propias limitaciones.

Este sentimiento no hizo más que aumentar esa indecisión que parece hereditaria de los Habsburgo, necesitando siempre de consejos; se dice que siempre dejaba de un día para otro la decisión que tomaba, hombre débil que siempre intento huir de las personalidades fuertes cuya resolución envidiaba y cuya fuerza temía. Se valió siempre del consejo de hombres sin carácter como Ruy Gómez o Mateo Velázquez de temperamentos dóciles que insinuaban donde un Alba hubiese ordenado.

Retrato de Felipe II (1565). Sofonisba Anguissola. Museo del Prado

Religioso y demasiado confiado; solo se sentía completamente seguro entre sus papeles de Estado, que leía sin parar como si esperase que la solución perfecta se presentara ante él, siempre deseoso de vivir de acuerdo con las altas obligaciones de la realeza y, aunque planteaban problemas en la cancillería teólogos y confesores, tenían un importante papel para él. Moralmente obligado a preservar la justicia y reparar agravios deber que acepto con seriedad extrema. Durante su vida, vio pasar bastantes cortejos fúnebres de sus diferentes mujeres. Felipe II regía el mundo como un gobernante profesional, gran entendido y mecenas generoso y se intereso personal y profundamente en la construcción del Escorial, lugar que sería su residencia, iglesia y mausoleo.

Real Monasterio de San Lorenzo del Escorial (1563-1584)

A pesar de la elección de Madrid como capital, Felipe II nunca dejo de viajar por completo, realizo muchas visitas a las ciudades más importantes del territorio peninsular como Toledo o Aranjuez. A diferencia de Carlos V, su gobierno fue esencialmente fijo hecho de enormes implicaciones para el futuro de sus territorios. El establecimiento de una capital permanente significaba, por lo tanto, la renuncia a la práctica carolina de la corte ambulante, lo que supuso una corte organizada y alejada de los trastornos y los gastos de los desplazamientos frecuentes. Esto, en definitiva, quiere decir que el sistema polisinodial había sido instaurado con éxito.

La esencia de su sistema de gobierno era la combinación del asesoramiento de los consejeros con la acción o inacción real. Esto quiere decir que era el rey en persona el ejecutor a título personal de todos los asuntos de gobierno, aun siendo triviales. Examinaba los despachos, dictaba las órdenes y supervisaba cuidadosamente la labor de sus secretarios.

Felipe II había heredado el concepto patrimonial de emperador, según el cual, sus dominios eran unidades independientes dotadas cada una de leyes propias. En cierto aspecto, Felipe II era su propio secretario o, por lo menos, tenía muchas características de uno. No obstante, el monarca necesitaba la ayuda de un secretariado. El siglo XVI fue en muchos países la gran época del secretariado, que se convirtió en un importante funcionariado. Esto se produce en parte por la influencia española, pues los secretarios franceses nombrados por Enrique II en 1547 se habían formado según el modelo español. 

En la Monarquía Hispánica, el desarrollo de su poder quedo obstaculizado por las aficiones burocráticas del monarca. Aunque fueron indispensables, siempre estuvieron ligados al rey y estaban muy al corriente del contenido de sus despachos y eran asiduamente presionados por aquellos que se movían dentro de la Corte. Felipe II puso sumo cuidado en continuar la práctica de su padre de excluir a los grandes nobles de los cargos del gobierno central, reservando sus servicios para los virreinatos. Mientras que la parte ejecutiva del gobierno estaba integrada por el rey y sus secretarios, la parte consultiva seguía perteneciendo a los diferentes consejos organizados; prácticamente igual desde Carlos V.

La Corte, los secretarios y la lucha de facciones

El único oficial de la secretaria realmente preparado, al subir Felipe II al trono, era Gonzalo Pérez, un gran latinista y hombre de gran erudición. Tras ser nombrado secretario de Felipe II, en 1543, estuvo siempre a su servicio y gozó de influencia, quizás demasiada, pues a su muerte en 1566 el secretariado se partió en dos geográficas: del Norte y de Italia. El departamento del Norte fue puesto en las manos de un vasco, Gabriel de Zayas, mientras que el departamento de Italia fue adjudicado al hijo de Gonzalo, Antonio Pérez.

Retrato de Antonio Pérez. Antonio Ponz (s. XVIII). Monasterio de El Escorial

Durante los años sesenta y setenta del XVI, el consejo de Estado se convirtió en un campo de batalla de dos facciones rivales que luchaban, cada una, por conseguir la influencia exclusiva sobre un monarca habilísimo en azuzar a unos contra otros, y aprovecharse de ello. La significación de estas luchas de facciones es difícil de determinar, pero es probable que su odio derivase de rivalidades familiares que se perdían ya en el tiempo.

Un ejemplo de esto son las familias toledanas rivales de los Ayala y los Ribera, que habían entrado en conflicto durante la revuelta de los comuneros (1520-1521) y, más tarde, por cuestión de limpieza de sangre, estaban unidas entre ellas por lazos de sangre o de clientela a las grandes familias, a las que se enfrentaban en la Corte. La facción toledana de los Ribera incluía a los Silva, y estos eran a su vez partidarios de la extraordinariamente poderosa casa de los Mendoza, que comprendía a 22 cabezas de familia de la alta nobleza.

Por otro lado, sus rivales, los Ayala y los Ávalos, eran en cambio miembros de otra red aristocrática que comprendía las casa de Zapata y Álvarez de Toledo, encabezada, cómo no, por el propio duque de Alba.

Hasta incluso, en el reinado de Felipe II, la nobleza castellana vivía aun a la sombra de los odios engendrados durante la revuelta de los comuneros. Todavía, en 1578, don Luis Enríquez de Cabrera y Mendoza, segundo duque de Medina de Río Seco y almirante de Castilla, declaraba indignado, ante el embajador imperial, que el gobierno del rey no era justo, sino revanchista, pues el poder estaba ahora en las manos de aquellos cuyos padres habían sido comuneros. De este modo, se constatan bastantes señales de filiaciones comuneras y anti-comuneras en los bandos de la Corte durante la década 60-70, clave para entender el encarnizamiento de las luchas.

Los Zapata habían sido rebeldes; en cambio, los Mendoza se pusieron de lado de Felipe II. La Castilla de después de la revuelta comunera estaba dividida entre los partidarios de una España abierta (los Mendoza: cultos y cosmopolitas) y un nacionalismo castellano cerrado (los Alba). Pero es imposible decir hasta que punto estas posiciones eran mantenidas de modo consciente, y hasta que punto la ideología determina los alineamientos respectivos.

En los primeros años de Felipe II el partido de los Mendoza estaba encabezado por el favorito y confidente del rey, Ruy Gomez de Silva, príncipe de Éboli. Hijo de una familia aristocrática portuguesa, había crecido junto a Felipe. Se convirtió en un personaje muy influyente en la Corte y en líder natural de todos los enemigos del duque de Alba. Entre estos estaba el secretario Antonio Perez, que se alió rápidamente con el príncipe de Éboli.

Era natural que Antonio Pérez se uniera a este bando, pues su padre había tenido ya disensiones con el duque de Alba y, además, su mujer pertenecía a la familia de los Coello, anti-comuneros declararos cuya residencia había sido destruida por los comuneros Zapata.

Las facciones de Alba y los Éboli luchaban, en primer lugar, por el control de la influencia sobre el rey y, por lo tanto, controlar el nombramiento de cargos. Pero, además, en estas facciones cristalizaron los puntos de vistas divergentes sobre qué hacer con la rebelión de los Países Bajos. Mientras que Alba y sus amigos eran partidarios de una dura represión, el partido de Éboli demostraba una discreta simpatía por los rebeldes y deseaba un arreglo negociado. La elección del duque de Alba, para acabar con la rebelión, obligó a sus partidarios a apoyar en la Corte una política de represión.
Fernando Alvarez de Toledo, 3er. Duque de Alba de Tormes, G.E. (1507 - 1582).

Estos choques, en mitad de los consejos, demuestran que los dos bandos defendían soluciones opuestas al problema de la monarquía: el bando del duque de Alba apoyaba la solución nacionalista castellana, que comprendía la destrucción de los privilegios de las provincias, mientras que el grupo del príncipe de Éboli defendía la solución federalista. Al enviar al duque de Alba a los Países Bajos, el rey se inclinaba hacia la solución castellana, aunque su decisión de mantener esta actitud dependería de su éxito.

En 1573, tras siete años, era evidente que el duque había fracasado y, por tanto, fue relevado de sus funciones, lo que dejo vía libre al bando del príncipe de Éboli. Pero, entretanto, este había caído en cierta confusión, pues el presidente del Consejo de Castilla, el cardenal Espinosa, que había apoyado a Éboli de modo específico en la cuestión de los Países Bajos, perdió el favor real, muriendo poco después de una enfermedad. 

Más grave fue la muerte del propio Éboli en 1573, quedando la jefatura efectiva de este bando en Antonio Pérez, consiguiendo este a un aliado útil en el obispo Quiroga. Pero el grupo necesitaba un cabecilla aristócrata y lo encontró en un antiguo enemigo de los Mendoza, el tercer marques de los Vélez, y consiguió que fuese nombrado para el consejo de Estado.

Este bando poseía una política coherente que ofrecer a Felpe II, en lugar de la seguida por el duque de Alba, formulada por Furió Ceriol, que consistía en una serie de medias encaminadas a la pacificación y reconciliación. Esto incluía la disolución del consejo de las rebeliones y el abandono de la alcabala, junto con ciertas propuestas institucionales, acordes al punto de vista de Éboli, dando la garantía de que el rey respetaría las leyes tradicionales de los Países Bajos, así como la designación de neerlandeses para ocupar cargos en las Indias y demás provincias.

El hombre elegido por Felipe II para llevar a cabo esta política fue Don Luis de Requesens, que era entonces gobernador de Milán. Sin embargo, esta solución era tan impracticable como la castellana: una política de pacificación, y reconciliación, solo podía triunfar si se controlaba estrechamente el ejército, pero entre 1570-80 la Corona pasaba por una difícil situación financiera y el pago de las tropas se hacia cada vez mas problemático.

El bando de los Éboli acabaría, de facto, con la detención de Antonio Pérez y la princesa de Éboli, que, hasta entonces, parecían haber gozado de una posición ascendente permanente en la Corte después de la desgracia del duque de Alba.
Antonio Pérez liberado por aragoneses de la prisión en 1591. Museu Víctor Balaguer

Felipe II llamó de nuevo a Granvela, volviendo la espalda al pasado inmediato, una década de intrigas que habían culminado en la traición y el engaño de un secretario en quien había depositado una confianza totalmente injustificada. Pero si los dos bandos habían desaparecido, las ideas que habían defendido seguirían vivas los años que aun quedaban de reinado; demostrando que los nuevos problemas se convertían imprevisiblemente en problemas viejos con caras nuevas. Sobre todo en la cuestión de la futura organización de la Monarquía Hispánica. Estas cuestiones serian abordadas por consejeros nuevos, excepto Granvela que era mucho mas antiguo que cualquiera de los que sustituyó.

Conclusiones

Puede que quede sin tratarse en profundidad asuntos del gobierno de Felipe II como el problema con Antonio Pérez y la princesa de Éboli (nombrado sucintamente sin explicarlo detenidamente), las alteraciones de Aragón, el problema morisco y la rebelión de las Alpujarras, la rebelión de los Países Bajos y la anexión de Portugal. No obstante, se puede hablar de ellos en alguna otra entrada del blog puesto que este mismo libro también los aborda.

Así pues, espero que esta breve introducción a la figura del rey Felipe II os haya servido para comprender más la situación que vivió el monarca y también su forma de pensar y entender el gobierno de una nación, tan alejada de la concepción maquiavélica del gobierno y más cercana a la postura de Erasmo de Rotterdam sobre el buen gobernante.

Un saludo, clionautas.
Fdd. Remus Okami

Bibliografía:
FERNÁNDEZ ÁLVAREZ, M. Felipe II y su tiempo. Ed. Espasa Calpe. Madrid: 1998 (Décima Edición; Madrid: 2005)