domingo, 12 de enero de 2020

Felipe II y su tiempo

Hoy abordaremos cuál fue la impresión que tuvo Manuel Fernández Álvarez sobre el segundo monarca de la familia de los Austria (Augsburgo) en la Monarquía Hispánica. El título ya os lo adelanta, pero no nos referimos a otro que a Felipe II. Para quién no conozcáis al historiador Fernández Álvarez, fue miembro de la Real Academia de la Historia y catedrático de Historia Moderna en la Universidad de Salamanca; un gran preocupado por la divulgación que escribió obras como Pequeña historia de España o España: biografía de una nación, y novelas históricas como El príncipe rebelde o Dies irae. Por eso, y mucho más, hasta su fallecimiento en el año 2010 se le consideró una gran autoridad en el siglo XVI español.

Manuel Fernández Álvarez (1921-2010)

A continuación, analizaremos la imagen, sobre todo a nivel político, que dejó plasmado Fernández Álvarez en su obra Felipe II y su tiempo.

El rey: personalidad y forma de gobierno

El rey Felipe II (1527-1598) sentía que su misión de gobernar había sido encomendada por Dios. Como rey, tenía que cumplir un doble ministerio por Dios y como servidor del pueblo. Su tarea era proteger a este de sus enemigos exteriores y dispensar justicia en el interior, procurando siempre ejercer un gobierno justo preparado por Carlos V; quien había grabado en su hijo su alto sentido del deber. Le escribiría instrucciones de cómo gobernar, seguidas al pie de la letra por Felipe. Sentiría una admiración total por su padre, además de tender a compararse con su padre en todo momento, e intentó vivir con el idealizado modelo del gran emperador, lo que le hizo consciente de sus propias limitaciones.

Este sentimiento no hizo más que aumentar esa indecisión que parece hereditaria de los Habsburgo, necesitando siempre de consejos; se dice que siempre dejaba de un día para otro la decisión que tomaba, hombre débil que siempre intento huir de las personalidades fuertes cuya resolución envidiaba y cuya fuerza temía. Se valió siempre del consejo de hombres sin carácter como Ruy Gómez o Mateo Velázquez de temperamentos dóciles que insinuaban donde un Alba hubiese ordenado.

Retrato de Felipe II (1565). Sofonisba Anguissola. Museo del Prado

Religioso y demasiado confiado; solo se sentía completamente seguro entre sus papeles de Estado, que leía sin parar como si esperase que la solución perfecta se presentara ante él, siempre deseoso de vivir de acuerdo con las altas obligaciones de la realeza y, aunque planteaban problemas en la cancillería teólogos y confesores, tenían un importante papel para él. Moralmente obligado a preservar la justicia y reparar agravios deber que acepto con seriedad extrema. Durante su vida, vio pasar bastantes cortejos fúnebres de sus diferentes mujeres. Felipe II regía el mundo como un gobernante profesional, gran entendido y mecenas generoso y se intereso personal y profundamente en la construcción del Escorial, lugar que sería su residencia, iglesia y mausoleo.

Real Monasterio de San Lorenzo del Escorial (1563-1584)

A pesar de la elección de Madrid como capital, Felipe II nunca dejo de viajar por completo, realizo muchas visitas a las ciudades más importantes del territorio peninsular como Toledo o Aranjuez. A diferencia de Carlos V, su gobierno fue esencialmente fijo hecho de enormes implicaciones para el futuro de sus territorios. El establecimiento de una capital permanente significaba, por lo tanto, la renuncia a la práctica carolina de la corte ambulante, lo que supuso una corte organizada y alejada de los trastornos y los gastos de los desplazamientos frecuentes. Esto, en definitiva, quiere decir que el sistema polisinodial había sido instaurado con éxito.

La esencia de su sistema de gobierno era la combinación del asesoramiento de los consejeros con la acción o inacción real. Esto quiere decir que era el rey en persona el ejecutor a título personal de todos los asuntos de gobierno, aun siendo triviales. Examinaba los despachos, dictaba las órdenes y supervisaba cuidadosamente la labor de sus secretarios.

Felipe II había heredado el concepto patrimonial de emperador, según el cual, sus dominios eran unidades independientes dotadas cada una de leyes propias. En cierto aspecto, Felipe II era su propio secretario o, por lo menos, tenía muchas características de uno. No obstante, el monarca necesitaba la ayuda de un secretariado. El siglo XVI fue en muchos países la gran época del secretariado, que se convirtió en un importante funcionariado. Esto se produce en parte por la influencia española, pues los secretarios franceses nombrados por Enrique II en 1547 se habían formado según el modelo español. 

En la Monarquía Hispánica, el desarrollo de su poder quedo obstaculizado por las aficiones burocráticas del monarca. Aunque fueron indispensables, siempre estuvieron ligados al rey y estaban muy al corriente del contenido de sus despachos y eran asiduamente presionados por aquellos que se movían dentro de la Corte. Felipe II puso sumo cuidado en continuar la práctica de su padre de excluir a los grandes nobles de los cargos del gobierno central, reservando sus servicios para los virreinatos. Mientras que la parte ejecutiva del gobierno estaba integrada por el rey y sus secretarios, la parte consultiva seguía perteneciendo a los diferentes consejos organizados; prácticamente igual desde Carlos V.

La Corte, los secretarios y la lucha de facciones

El único oficial de la secretaria realmente preparado, al subir Felipe II al trono, era Gonzalo Pérez, un gran latinista y hombre de gran erudición. Tras ser nombrado secretario de Felipe II, en 1543, estuvo siempre a su servicio y gozó de influencia, quizás demasiada, pues a su muerte en 1566 el secretariado se partió en dos geográficas: del Norte y de Italia. El departamento del Norte fue puesto en las manos de un vasco, Gabriel de Zayas, mientras que el departamento de Italia fue adjudicado al hijo de Gonzalo, Antonio Pérez.

Retrato de Antonio Pérez. Antonio Ponz (s. XVIII). Monasterio de El Escorial

Durante los años sesenta y setenta del XVI, el consejo de Estado se convirtió en un campo de batalla de dos facciones rivales que luchaban, cada una, por conseguir la influencia exclusiva sobre un monarca habilísimo en azuzar a unos contra otros, y aprovecharse de ello. La significación de estas luchas de facciones es difícil de determinar, pero es probable que su odio derivase de rivalidades familiares que se perdían ya en el tiempo.

Un ejemplo de esto son las familias toledanas rivales de los Ayala y los Ribera, que habían entrado en conflicto durante la revuelta de los comuneros (1520-1521) y, más tarde, por cuestión de limpieza de sangre, estaban unidas entre ellas por lazos de sangre o de clientela a las grandes familias, a las que se enfrentaban en la Corte. La facción toledana de los Ribera incluía a los Silva, y estos eran a su vez partidarios de la extraordinariamente poderosa casa de los Mendoza, que comprendía a 22 cabezas de familia de la alta nobleza.

Por otro lado, sus rivales, los Ayala y los Ávalos, eran en cambio miembros de otra red aristocrática que comprendía las casa de Zapata y Álvarez de Toledo, encabezada, cómo no, por el propio duque de Alba.

Hasta incluso, en el reinado de Felipe II, la nobleza castellana vivía aun a la sombra de los odios engendrados durante la revuelta de los comuneros. Todavía, en 1578, don Luis Enríquez de Cabrera y Mendoza, segundo duque de Medina de Río Seco y almirante de Castilla, declaraba indignado, ante el embajador imperial, que el gobierno del rey no era justo, sino revanchista, pues el poder estaba ahora en las manos de aquellos cuyos padres habían sido comuneros. De este modo, se constatan bastantes señales de filiaciones comuneras y anti-comuneras en los bandos de la Corte durante la década 60-70, clave para entender el encarnizamiento de las luchas.

Los Zapata habían sido rebeldes; en cambio, los Mendoza se pusieron de lado de Felipe II. La Castilla de después de la revuelta comunera estaba dividida entre los partidarios de una España abierta (los Mendoza: cultos y cosmopolitas) y un nacionalismo castellano cerrado (los Alba). Pero es imposible decir hasta que punto estas posiciones eran mantenidas de modo consciente, y hasta que punto la ideología determina los alineamientos respectivos.

En los primeros años de Felipe II el partido de los Mendoza estaba encabezado por el favorito y confidente del rey, Ruy Gomez de Silva, príncipe de Éboli. Hijo de una familia aristocrática portuguesa, había crecido junto a Felipe. Se convirtió en un personaje muy influyente en la Corte y en líder natural de todos los enemigos del duque de Alba. Entre estos estaba el secretario Antonio Perez, que se alió rápidamente con el príncipe de Éboli.

Era natural que Antonio Pérez se uniera a este bando, pues su padre había tenido ya disensiones con el duque de Alba y, además, su mujer pertenecía a la familia de los Coello, anti-comuneros declararos cuya residencia había sido destruida por los comuneros Zapata.

Las facciones de Alba y los Éboli luchaban, en primer lugar, por el control de la influencia sobre el rey y, por lo tanto, controlar el nombramiento de cargos. Pero, además, en estas facciones cristalizaron los puntos de vistas divergentes sobre qué hacer con la rebelión de los Países Bajos. Mientras que Alba y sus amigos eran partidarios de una dura represión, el partido de Éboli demostraba una discreta simpatía por los rebeldes y deseaba un arreglo negociado. La elección del duque de Alba, para acabar con la rebelión, obligó a sus partidarios a apoyar en la Corte una política de represión.
Fernando Alvarez de Toledo, 3er. Duque de Alba de Tormes, G.E. (1507 - 1582).

Estos choques, en mitad de los consejos, demuestran que los dos bandos defendían soluciones opuestas al problema de la monarquía: el bando del duque de Alba apoyaba la solución nacionalista castellana, que comprendía la destrucción de los privilegios de las provincias, mientras que el grupo del príncipe de Éboli defendía la solución federalista. Al enviar al duque de Alba a los Países Bajos, el rey se inclinaba hacia la solución castellana, aunque su decisión de mantener esta actitud dependería de su éxito.

En 1573, tras siete años, era evidente que el duque había fracasado y, por tanto, fue relevado de sus funciones, lo que dejo vía libre al bando del príncipe de Éboli. Pero, entretanto, este había caído en cierta confusión, pues el presidente del Consejo de Castilla, el cardenal Espinosa, que había apoyado a Éboli de modo específico en la cuestión de los Países Bajos, perdió el favor real, muriendo poco después de una enfermedad. 

Más grave fue la muerte del propio Éboli en 1573, quedando la jefatura efectiva de este bando en Antonio Pérez, consiguiendo este a un aliado útil en el obispo Quiroga. Pero el grupo necesitaba un cabecilla aristócrata y lo encontró en un antiguo enemigo de los Mendoza, el tercer marques de los Vélez, y consiguió que fuese nombrado para el consejo de Estado.

Este bando poseía una política coherente que ofrecer a Felpe II, en lugar de la seguida por el duque de Alba, formulada por Furió Ceriol, que consistía en una serie de medias encaminadas a la pacificación y reconciliación. Esto incluía la disolución del consejo de las rebeliones y el abandono de la alcabala, junto con ciertas propuestas institucionales, acordes al punto de vista de Éboli, dando la garantía de que el rey respetaría las leyes tradicionales de los Países Bajos, así como la designación de neerlandeses para ocupar cargos en las Indias y demás provincias.

El hombre elegido por Felipe II para llevar a cabo esta política fue Don Luis de Requesens, que era entonces gobernador de Milán. Sin embargo, esta solución era tan impracticable como la castellana: una política de pacificación, y reconciliación, solo podía triunfar si se controlaba estrechamente el ejército, pero entre 1570-80 la Corona pasaba por una difícil situación financiera y el pago de las tropas se hacia cada vez mas problemático.

El bando de los Éboli acabaría, de facto, con la detención de Antonio Pérez y la princesa de Éboli, que, hasta entonces, parecían haber gozado de una posición ascendente permanente en la Corte después de la desgracia del duque de Alba.
Antonio Pérez liberado por aragoneses de la prisión en 1591. Museu Víctor Balaguer

Felipe II llamó de nuevo a Granvela, volviendo la espalda al pasado inmediato, una década de intrigas que habían culminado en la traición y el engaño de un secretario en quien había depositado una confianza totalmente injustificada. Pero si los dos bandos habían desaparecido, las ideas que habían defendido seguirían vivas los años que aun quedaban de reinado; demostrando que los nuevos problemas se convertían imprevisiblemente en problemas viejos con caras nuevas. Sobre todo en la cuestión de la futura organización de la Monarquía Hispánica. Estas cuestiones serian abordadas por consejeros nuevos, excepto Granvela que era mucho mas antiguo que cualquiera de los que sustituyó.

Conclusiones

Puede que quede sin tratarse en profundidad asuntos del gobierno de Felipe II como el problema con Antonio Pérez y la princesa de Éboli (nombrado sucintamente sin explicarlo detenidamente), las alteraciones de Aragón, el problema morisco y la rebelión de las Alpujarras, la rebelión de los Países Bajos y la anexión de Portugal. No obstante, se puede hablar de ellos en alguna otra entrada del blog puesto que este mismo libro también los aborda.

Así pues, espero que esta breve introducción a la figura del rey Felipe II os haya servido para comprender más la situación que vivió el monarca y también su forma de pensar y entender el gobierno de una nación, tan alejada de la concepción maquiavélica del gobierno y más cercana a la postura de Erasmo de Rotterdam sobre el buen gobernante.

Un saludo, clionautas.
Fdd. Remus Okami

Bibliografía:
FERNÁNDEZ ÁLVAREZ, M. Felipe II y su tiempo. Ed. Espasa Calpe. Madrid: 1998 (Décima Edición; Madrid: 2005)

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