domingo, 26 de enero de 2020

La ciudad, vencida por el campo

La ciudad, ¿qué decir de ella? La mayoría vivimos en ellas, nos acogen y nos aportan una seguridad y unos medios que no podemos encontrar en zonas rurales, dígase el campo, un lugar del que parece que nos hemos ido olvidando. Pero ojo, no nos olvidemos, que "Teruel existe" y no es como el meme de Vanpiro esiten; que no, que son de verdad. No debemos olvidarnos de ellos.


Ahora bien, ¿a qué viene la entrada de blog de hoy? Me encanta que me hagáis este tipo de preguntas, clionautas. Pues bien, no siempre fue así. No siempre el ser humano vivió en las ciudades. Esta entrada de blog la debemos ubicar en los primeros siglos de la Alta Edad Media, donde se llevó a cabo un proceso de abandono de las ciudades que no se recuperarían hasta prácticamente el siglo XII. Adentrémonos, pues, en el declive del mundo tardo-romano en la Europa occidental.


El declive urbano

La sensación del declive del mundo todavía era más penetrante ante la visión del destino de las ciudades. Las más célebres habían quedado reducidas a aldeas y murallas, mientras que sus piedras se usaban para construir casas, iglesias y monasterios. Roma era un conjunto de hogares dentro del gran recinto amurallado de Marco Aurelio: 18 km que albergaban 20.000 habitantes, quizás menos. En Arles, los hombres se habían atrincherado en el anfiteatro, que podía defenderse mejor que el círculo de murallas. San Ambrosio, hacia finales del siglo IV d.C., mientras se dirigía a Milán, quedó impresionado por todos aquellos centros urbanos tan numerosos pero tan insustancialmente desolados, hasta el punto que los denominó “cadáveres de ciudades”. Las termas de Arles se tomaron por el palacio del emperador Constantino, mientras que de las de Cimiez (Niza) decían que habían sido un templo de Apolo. Llevaban un descontrol con la cultura predecesora que no era ni normal.

Anfiteatro de Arlés siendo utilizado como fortaleza en el siglo VIII d.C.

Los asentamientos humanos se habían deteriorado y el aspecto de las ciudades y los pueblos habían cambiado. Las grandes casas de piedra construidas en distintos niveles, y que conferían cierta personalidad a las ciudades, desaparecen poco a poco. De este modo, la madera como material de construcción va ganando terreno a la piedra, tanto en los edificios privados como en los públicos. Seguramente las costumbres de los pueblos germánicos contribuirían a su difusión. Pero la cultura de los francos, godos o lombardos no había sido suficiente para el éxito de la madera si no hubieran intervenido otros fenómenos, especialmente el cambio profundo que fue experimentando el estilo de vida; se acentuó la tendencia a la vida sedentaria, a vivir en casa y, a ser posible, a pasar tiempo en la ciudad. También es verdad que la guerra, con los incendios y la destrucción que desataban, obligaban a reconstruir a menudo los edificios, y -claro- era más fácil reconstruir en madera que usar piedra.

El éxodo de muchos patricios romanos de la ciudad al campo los había hecho acostumbrarse a vivir al aire libre, a sentir cada vez menos la necesidad de una residencia grande y cómoda, dotada de canalizaciones de agua y baños y servicios de todo tipo; comodidades que la piedra garantizaba mejor que la madera. El estilo de vida estaba cambiando, impulsando a los hombres a salir de los centros urbanos, de este modo las ciudades se desvanecían como a nucleos administrativos y lugares de mercado, de intercambios y encuentros. Estas tendían progresivamente a la autonomía política y económica, al aislamiento, y de esta manera erosionaban la ya débil autoridad central.

Un destino similar registró la evolución del comercio, en particular el de largas distancias. Es verdad que los negotiatiores lombardos y venecianos continuaban mercadeando con Bizancio, llevando especias y tejidos de seda de Oriente, y también que las ciudades de Provenza y Septimania (desde Marsella a Narbona) exhibían productos provenientes del Oriente musulmán. Sin lugar a duda, en todas las casas, imperaba la preocupación de asegurarse el consumo a partir de recursos propios. Pero esta voluntad no impedía la circulación de riquezas y servicios. Se trata, cabe remarcar, de intercambios y no de comercio. De esta manera, pues, el comercio mediterráneo estaba claramente en retroceso.

"¿Hasta que punto la moneda regulaba estos intercambios cotidianos?", os estaréis preguntando. Los reinos germánicos continuaron acuñando moneda, pero se trataba más bien de un vestigio de las estructuras romanas, un préstamo cultural. La moneda era un monopolio del estado, porque se entiende que la emisión de moneda es signo de autoridad y soberanía. Los monarcas germánicos respetaron al principio el monopolio imperial: emitieron solo monedas de plata y cobre, pero no de oro, que las continuaba acuñando el emperador de Constantinopla (siempre que se hable de emperador en este período, la única figura con esa autoridad va a ser el emperador del Imperio Romano de Oriente; no hay otro con su autoridad). Pero, desde finales del siglo VI d.C., también ponen en circulación monedas de oro, aunque con finalidades políticas más que económicas.

Sólido bizantino de oro de Juliano el Apóstata (siglo IV d.C.)


Por otro lado, mientras los visigodos y lombardos se esforzaban por el monopolio del estado, los merovingios abandonaron pronto la vigilancia de su acuñación. La moneda se fue envileciendo, se degradó, y la de oro se hizo cada vez más rara. La moneda de oro era el triens o tremisis (un tercio de un solidus de oro), que pesaba 1,3 gramos, mientras que la de plata era el denarius, que pesaba lo mismo, aunque valía 1/40 parte de un solidus. La equivalencia entre el oro y la plata era de 1/12: una moneda de oro equivalía a 12 denarius de plata. En la desaparición gradual de la moneda de oro no influyó la falta de material, ya que seguían explotándose las minas de la Península Ibérica y Aquitania, sino la escasa funcionalidad económica, en tanto como ya no servían para las pequeñas operaciones.


Tremís de Liutprando (s.VIII d.C.)

Con todo, la ciudad resistía bajo el espíritu de la tradición, de la cultura antigua, mientras que el número de habitantes disminuía y con el también su campo de acción. Así, a lo largo del siglo VI, nacieron o fueron restauradas pocas ciudades, en formas y estructuras distintas. Los reyes bárbaros no sentían aprecio por las ciudades, pero construían palacios para cuando tuvieran que residir; los monjes levantaron iglesias y pocos comerciantes dieron vida a los suburbios donde tenían lugar lánguidos mercados.

Un caso a parte es el de Marsella. Debido a su favorable posición geográfica, y también unas circunstancias políticas particulares, registraban ya a principios del siglo VI un incremento notable del tráfico comercial. Al mismo tiempo, el gran potencial de su puerto se había sido bien aprovechado, de manera que Marsella podía suplantar económicamente a Narbona, reafirmándose como el emporio comercial más importante de la costa provenzal. Las naves descargaban con frecuencia sobre los muelles del puerto: vinos italianos o orientales adquiridos en Palestina, aceite, comino, pimienta y muchas otras especias, además de dátiles, lino y algodón, vidrio y papiro empleado con abundancia por la corte merovingia. Se trataba normalmente de mercaderes hebreos y siriacos los que asumían, con las consecuentes ventajas económicas, el peso de la distribución por toda la Galia hasta el Norte de Europa, ya que no faltaban mercaderes indígenas y, entre ellos, elementos del clero, que trataban de redondear sus magros beneficios prestando dineros a usura o dedicándose directamente al comercio, como denuncian reiteradas prohibiciones conciliares.

El papel de Marsella fue considerable. Otra ciudad importante fue Borgoña, situada en la ruta que unía Provenza con Frisia; a la vez es probable poner en relación el desarrollo del puerto de Rouen y el de Nantes en el Atlántico, de Quentovic y Duurstede en el Mar del Norte, con el empuje de Marsella. Por contra, el hecho de haber privilegiado una vía comercial a través del Saona y el Mosa para conectar Marsella con el Mar del Norte, acabó por aislar Reims y provocar una crisis de las estructuras productivas de las ciudades que durarán al menos todo el siglo VIII. La gestión fiscal de este flujo económico benefició las arcas de los reyes merovingios, efectuada a través de los telenoraii, encargados de recoger el impuesto que gravaba los productos (telenoeum), y el cellarium fisci, que controlaba el depósito anexo al puerto donde se guardaban las mercancías.

De esta modo, cambiaron de rostro muchas ciudades de la Europa septentrional. El paisaje entero adquirió un severo y visible aspecto militar que no había tenido nunca. Junto a las ruinas surgían fortalezas. Había ciudades, hasta incluso de las más antiguas, que asumieron el nombre de fortaleza, con toda la gama de términos que se empleaban para identificarlas mejor: castrum, oppidum, castellum, arx, etc.

En Occidente, los reyes bárbaros no pudieron evitar que las ciudades supervivientes fueran el centro de poder y de coordinación territorial. No obstante, prefirieron vivir en en las zonas del campo, donde erigieron ciudades-fortaleza de grandes dimensiones, que se convirtieron en nuevas ciudades protegidas por zonas intransitables de montaña, dominadas por torres y rodeadas de montañas.

En el año 551 d.C., Toledo se convirtió en capital de la Hispania visigoda. Leovigildo, en la segunda mitad del siglo VI, mandó edificar la famosa catedral dedicada a la Virgen María y la Iglesia de los apóstoles Pedro y Pablo.

En los centros de Italia, Hispania, la Galia meridional y Renania la vida municipal continuó, en contadas ocasiones, hasta el siglo VIII, y permitió, aunque muy debilitado, el funcionamiento de los organismos urbanos.

¿Qué nos dicen las fuentes?

Para ilustrar la pervivencia de la ciudad, a pesar del claro retroceso que estaban sufriendo los espacios urbanos, tenemos un documento en latín vulgar de época de Liutprando, rey de los lombardos del año 725 d.C. donde se relata la venta de un esclavo en Milán:
"Regnante domino nostro viro excellentissimo Liutprando rege, anno tertiodecimo sub diae octabo idus idus iunii, indictione octaba, feliciter, scripsi ego, Faustinus, notarius regiae potestatis, hoc dogomentum vinditionis, rogatus ab Ermedruda, honesta femina, filia Laurentio, una cum consenso et volontate ipsius genitori suo, et vinditrice, quique fatetur se accepisse, secuti et in presenti accepit, ad Totone, viro clarissimo, auri solidus duodecim nobus, finito pretio pro puero nomine Satrelano, sive quo alio nomine nuncupatur, natzionem Gallia. Et professa est quod ei paterna successione advenessit, quem ab hoc diae promettit una cum suprascripto genitore suo ab unumquemquem hominem ipso puero emptori suo defensare. Et si pulsatus aut aevectus fuerit et nemine ab omnem hominem defendere potuerint, doblus solidus emptori suo restituant, rem vero meliorata. Actum Mediolani, sub diae, regno et indictione suprascripta octaba, feliciter.
   Signum manus Ermedrudae, honeste feminae, vinditrici, qui professa est quod bona volontate sua suprascripto puero franco cum volontate genitori suo vendedessit, et hanc vinditionem fieri rogavit.
     Signum manus Laurentio, viri honesti, genitori ipseieus, consentienti in hanc vinditione.
     Signum manus Theotperto, viri honesti, litigatio, filii quondam Iohannaci, parenti ipseius vinditrici, in cuius presentia se nullas violentias patire clamavit consentienties.
      Signum manus Ratchis, viri honesti, franco, testis.
Antonius, vir devotus, huic cartole vinditiones, rogaatus ad Ermendruda, honesta femina, et a genetore, eius consentiente, testis suscripsi.
Ego, Faustinus, qui supra scriptor huius vinditionis post traditam et dedi."1 
(1: Historiae patriae monumenta edita iussu regis Caroli Alberti. Tomus XIII. Codex diplomaticus Langobardiae") 

Encontramos al comienzo, además de la referencia al "excelentísimo rey Liutprando" (712-744 d.C.), una mención a un tal Faustinus, que resulta ser un notario con potestad real, lo que demuestra pervivencia de la ciudad delante del retroceso de la misma. Pero, además, resulta curiosa esta venta de un esclavo por el hecho de que encontramos a una mujer, Ermedruda, en un documento privado y con capacidad fiscal, aunque siempre bajo la limitación de su progenitor; es la que vende el esclavo con el consenso de su padre Laurentio. Se trataba de un niño de nombre Satrelano, que le fue entregado a Ermedruda por herencia paterna ("paterna successione"), el cual se compromete a defenderlo y en caso de que le sucediera algún mal debería pagarle el doble de solidus para rescindir la deuda. Este documento data en concreto del 6 de julio de 725 d.C., coincidiendo también con el año en el que Liutprando mandó construir una adecuada sepultura al filósofo Boecio en la Basílica de San Pietro in Ciel d'Oro, donde también se encuentran los restos de San Agustín.

Basílica de San Pietro in Ciel d'Oro (Pavía, Italia)

Tumba de San Agustín

Tumba de Severino Boecio


Reflexión final

Me gustaría llamar un poco a la reflexión colectiva. ¿Fue vencida la ciudad por el mundo rural o es este un clickbait? ¿Créeis verdaderamente que simplemente supuso el declive de la vida urbana y se encontró un nuevo equilibrio en la relación campo-ciudad o ciudad-campo? Para qué daros yo unas respuestas, si lo que busco es romper moldes. Contadme pues, ¿cuáles son las conclusiones que habéis sacado con la lectura de esta entrada de blog?

Un saludo, Clionautas.
Fdd. Remus Okami

Bibliografía:
- Pirenne, Henri. Historia económica y social de la Edad Media / Henri Pirenne . 1a. ed., 16 a. reimp. Madrid : Fondode Cultura Económica, 1980
- Pounds, Norman J.G.. Historia económica de la Europa medieval / Norman J.G. Pounds . 2ª ed. Barcelona : Crítica, 1984
- VV. AA., La economía medieval, Akal, Madrid, 2000

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